Generalmente, los poderosos recurren a una combinación de varias de las medidas señaladas. Álvaro Uribe, en Colombia, había venido apostándole a una pinza de exterminio conformada por las fuerzas regulares y por la conversión de sus amigos narcos y paramilitares en potentados electorales con peso propio, en líderes regionales, en cargos legislativos y en un poder creciente dentro del Estado. En esa receta, todo margen cedido a un proceso de paz sería contraproducente, y de allí su empeño en torpedear cualquier negociación con la guerrilla, por embrionaria que fuera.
Pero las cosas no han marchado bien para el presidente colombiano. En el congreso estadunidense han salido a relucir sus viejos vínculos con el tráfico de drogas y poco le han agradecido su esfuerzo por crear en América Latina la guerra bushiana “contra el terrorismo”. Además, y a pesar de las fronteras más bien difusas entre las FARC y la delincuencia común, las primeras siguen siendo una organización arraigada y dueña de un discurso político que encuentra eco en la miseria, en la desigualdad y en la opresión que afectan a buena parte de los colombianos. En esas circunstancias, Uribe empieza a ensayar la solución más insensata de todas las imaginables para acabar con una guerrilla: internacionalizar el conflicto y volverlo una confrontación regional. Por eso invadió Ecuador y por eso asesinó, en ese país, a una veintena de insurrectos, entre ellos el dirigente Raúl Reyes, quien era una pieza fundamental para lograr la liberación de los secuestrados civiles en poder de las FARC. Es lo que se conoce como una huida hacia delante, y casi siempre resulta desastroso.
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