A bordo del avión papal, a unas horas de iniciar su gira por Estados Unidos, Benedicto XVI afirmó ayer que los casos de abuso sexual cometidos por sacerdotes católicos en esa nación, cuyas denuncias comenzaron a proliferar en 2002 y a causa de las cuales la Iglesia católica ha desembolsado hasta la fecha más de 2 mil millones de dólares por indemnizaciones, constituyen “una vergüenza que no se debe repetir”. En el mismo sentido, el obispo de Roma manifestó que es urgente “hacer justicia a las víctimas” de esos delitos y se comprometió a “hacer todo lo posible para que esto no vuelva a suceder”.
Fuera de contexto, las declaraciones de Joseph Ratzinger pudieran resultar plausibles y su compromiso, deseable, para enderezar el rumbo de una institución que se encuentra sumida en el descrédito. Los abusos sexuales realizados por clérigos católicos –contra niñas y niños, contra monjas, feligreses y seminaristas– no son una norma, pero tampoco un hecho excepcional; constituyen una tendencia y un patrón que las jerarquías eclesiásticas y el propio Vaticano se empeñaron en negar, silenciar o minimizar durante mucho tiempo. Significativamente, la Iglesia católica ha sido, por tradición, mucho más tolerante hacia los curas violadores y pederastas que hacia quienes incumplen abiertamente el voto de celibato, y con ello ha establecido la hipocresía como regla de conducta tácitamente aceptada en sus filas. Hoy, y ante la falta de sentido de justicia con que el papado y su actual dirigente máximo se han desempeñado ante casos de abuso sexual cometidos por sacerdotes, los propósitos formulados ayer por Ratzinger carecen de credibilidad.
Fuera de contexto, las declaraciones de Joseph Ratzinger pudieran resultar plausibles y su compromiso, deseable, para enderezar el rumbo de una institución que se encuentra sumida en el descrédito. Los abusos sexuales realizados por clérigos católicos –contra niñas y niños, contra monjas, feligreses y seminaristas– no son una norma, pero tampoco un hecho excepcional; constituyen una tendencia y un patrón que las jerarquías eclesiásticas y el propio Vaticano se empeñaron en negar, silenciar o minimizar durante mucho tiempo. Significativamente, la Iglesia católica ha sido, por tradición, mucho más tolerante hacia los curas violadores y pederastas que hacia quienes incumplen abiertamente el voto de celibato, y con ello ha establecido la hipocresía como regla de conducta tácitamente aceptada en sus filas. Hoy, y ante la falta de sentido de justicia con que el papado y su actual dirigente máximo se han desempeñado ante casos de abuso sexual cometidos por sacerdotes, los propósitos formulados ayer por Ratzinger carecen de credibilidad.
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