3.12.07

Expedientes abiertos

El manto de impunidad extendido sobre el gobernador de Puebla fue configurado en varios telares. Pero por encima de los diversos hilos, lucen bordadas, en azul y oro, las siglas del PAN.

La resolución de la Corte del jueves último exculpando a Mario Marín adereza aún más una espesa salsa de contradicciones. Pero en su desprestigio, los ministros no se hunden solos. Mire usted por qué.

El alto tribunal nos asegura que el mandatario no actuó en forma concertada para afectar en forma grave los derechos humanos de una ciudadana. Con ello se suma a una serie de hechos no aclarados aún, que incluyen grabaciones clandestinas, cálculos electorales, pactos entre el PRI y el gobierno de Felipe Calderón, incluido su partido, Acción Nacional. Y como telón de fondo, el reparto de mucho, mucho dinero proveniente del erario público poblano.

En su ruta zig-zag, la mayoría de los ministros renunció a la congruencia —algunos votaron en contra lo que antes habían apoyado— y perdió la oportunidad de dictar una resolución que fijara más altos estándares para las garantías individuales, como ocurre en los tribunales constitucionales modernos.

Los ministros volvieron a ser objeto de cabildeos y gestiones irregulares, una de ellas muy notable: la de Miguel Quirós, priísta poblano de toda la vida, quien hasta el viernes se desempeñó como consejero de la Judicatura Federal. Otra vez, los jueces como litigantes.

Pero no sólo la Corte nos debe a todos algunas explicaciones. Durante la campaña de 2006, el entonces abanderado panista Felipe Calderón acompañó en Puebla a diputados locales que presentaron ante el Congreso del estado una demanda de juicio político contra Marín. Calderón exhibió una tarjeta roja, en símil futbolístico, para exigir la expulsión de Marín. El Presidente cumplió este fin de semana un año en el cargo; nadie sabe por qué guardó esa tarjeta —vamos, no aplicó ni la amarilla—, pero tampoco los legisladores poblanos ahora salientes dieron seguimiento alguno a su exigencia.

El escándalo Lydia Cacho hizo perder al PRI, sólo en Puebla —votos más, votos menos—, el número de sufragios que le bastaron a Calderón para superar a López Obrador y ganar la Presidencia. Lo que es capaz de hacer una grabación telefónica, que nadie sabe quién generó. Se ha mencionado a la esposa del empresario Kamel Nacif, pero otros creen distinguir en esas cintas, difundidas el 14 de febrero de 2006, un amoroso regalo al PAN por parte del Cisen y la Secretaría de Gobernación.

El río corrió y nos instaló en la campaña local para renovar las 217 alcaldías y las 26 curules de la Cámara de Diputados estatal. En una de sus muy aisladas participaciones durante la campaña local, el dirigente nacional del PAN, Manuel Espino, ordenó reunir a todos los candidatos de su partido en un “curso de capacitación”. Y ahí les dio “línea” para no utilizar el escándalo de abusos y pederastia en sus estrategias de campaña. En la feria de declaraciones en que se halla embarcado, Espino acusa ahora a Los Pinos de la debacle electoral que el panismo tuvo en Puebla. ¿Por qué oculta su propio papel?

Nadie sabe si Espino estuvo alguna vez más en Puebla durante la contienda. Atrás de ello estuvo también una confrontación interna en el blanquiazul, que impidió la postulación para la alcaldía de la Angelópolis de Ana Teresa Aranda, la mejor carta que tenía el panismo. La rebelión en su contra fue encabezada por el propio dirigente local, Rafael Micalco.

El candidato alterno, Antonio Sánchez Díaz de Rivera, resultó débil, lo que abrió el camino a la priísta Blanca Alcalá, apadrinada por la dirigente nacional de ese partido, Beatriz Paredes, y por Jorge Estefan Chidiac, diputado presidente de la poderosa Comisión de Hacienda, desde donde vela armas para el próximo relevo en la gubernatura.

Un grupo más que milita entre los cómplices de la impunidad de Mario Marín lo forman figuras del priísmo nacional que, ellos sí, concertaron acciones para salvarle el cuello al gobernador. En tales esfuerzos se empeñaron los coordinadores del tricolor en el Congreso federal, el senador Manlio Fabio Beltrones y el diputado Emilio Gamboa, bajo la diligente coordinación de la citada Beatriz Paredes. ¿Cuándo sabremos qué pasó en esos sótanos?

Permítame una palabra a favor del góber precioso, pues siempre queda la posibilidad de que, con los años, las cosas se acomoden de otra manera y demuestren que esta confabulación tuvo el ánimo de velar por la patria.

No se ría. Usted acaso no lo sepa, pero el señor Marín cree ver en su historia personal la herencia de don Benito Juárez. En serio.

Su círculo cercano lo ha escuchado decir que, como el Benemérito, siglo y medio después Marín es de origen humilde, huérfano e indígena —aquél, zapoteco; éste, mixteco—. Ambos se desempeñaron en tareas modestas —el oaxaqueño, pastor; el poblano, lustrador de zapatos—. Si en su Presidencia el indio de Guelatao llevó la República en un carruaje, en medio del escándalo el indio de Nativitas Cuautempan —así se llama su pueblo— también deambuló por su tierra; ambos arrostrando peligros que les eran dictados desde la ciudad de México. Hacia 1833, Juárez vivió en Puebla como administrador de un baño público. ¿Quién se atreve a asegurar que su linaje no llega hasta este hombre del que es su inspiración?

Hoy, cuando Mario Marín puede retomar esos sueños; cuando ni la justicia ni la moral pública pueden impedírselo, alguien debería hacerle llegar una copia de la carta enviada por Benito Juárez al emperador Maximiliano. Era marzo de 1864:

“Es dado al hombre, señor, atacar los derechos (de los ciudadanos), apoderarse de sus bienes (…), hacer de virtudes un crimen y de vicios una virtud. Pero hay una cosa que está fuera del alcance de la perversidad, y es el fallo tremendo de la historia. Ella nos juzgará”.

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